domingo, 19 de enero de 2020

¿Feliz año nuevo?

Tanto miedo, tanto dolor. La incomprensión se apropia del espacio y el tiempo. Todo es un caos donde solo se puede correr a esconderse y llorar. ¿Cómo pasó esto? ¿De dónde salió todo este ruido ensordecedor que quiebra hasta las entrañas? Ya no puedo ver ni escuchar nada. Todo lo que está afuera me hace daño. Y tampoco te encuentro a vos. Y si no estás, el que se pierde soy yo.

No entiendo. Días atrás estábamos juntos y felices. La sola presencia del otro alcanzaba para descansar en paz. O pelear, ir y venir. Pero terminar juntos, abrazados. Un juego donde ganar no era llegar a ningún lugar sino recorrer el camino de la mano, a la par. No tengo ganas de comer, no voy a hacerlo. Dormir es difícil también, aunque al final me vencerá el sueño. Miro por la ventana y sé que hay un mundo afuera, pero me resulta ajeno y desordenado. A veces quisiera salir, pero siempre que pueda volver a acá. Con vos.

Sé que no siempre fui el mejor, soy complicado. Amo como puedo. Nadie me enseñó, aprendí a los golpes. Pero vos sos mi mejor versión del amor. Sé que no es perfecto, pero por favor volvé. Sé que a veces soy desordenado y tengo arrebatos irracionales, pero fue siempre parte del contrato tácito que firmamos al elegirnos. Vos tenés lo tuyo también. A veces me descuidás, o desparecés por horas y no sé nada de vos. Pero así nos aceptamos.

Pero esta vez es distinto. Te fuiste y acá parece que se termina el mundo. Hay tanta confusión que casi no puedo escuchar mis pensamientos. La presión en el pecho es cada vez más y siento que va a explotar, pero tengo que ser fuerte y aguantar. Quiero verte una vez más. Si no volvés, voy a salir a buscarte. No sé cómo, pero voy a ir. Si nos encontramos una vez, puede volver a pasar.

De a poco se diluye el barullo y se retoma cierta calma, pero todo es diferente. Las pulsaciones no bajan y la angustia no se va. Afuera pasa uno a los gritos llorando por un amor perdido. Es alguien que no se rinde y en su desesperación sale con lo poco que tiene. Imagino un final feliz para el quijote aquel, aunque bien sé que puede terminar atropellado, pisoteado por la vida. Quiero ser como él, pero me queda poca fuerza. Y parece que vuelven las bombas sobre mi cabeza. Me refugio bajo las sábanas para no salir más.


Cansada, Amapola da vuelta la llave de la puerta. Acto seguido insulta al aire por olvidarse de sacar la traba de seguridad que demora unos segundos su ingreso al departamento. Del otro lado ya había comenzado el concierto de maullidos de Boris, a quien había dejado por unas horas para pasar la noche de fin de año con amigos. Cruzó la puerta y antes de que pudiera reaccionar, el felino estaba de un salto sobre el respaldo del sillón y apoyaba la cara contra la suya, mientras un ruido a motorcito se apoderaba de la habitación. -Ya volvió mamá. Todo está bien- le susurró al oído mientras lo abrazaba y pensaba que no habrá otro amor igual.

lunes, 20 de junio de 2016

La revelación

El plan perfecto. Un mapa detallado de cada paso a seguir. La fórmula infalible. Por fin. Tras años de perseguir hechiceros por los lugares más recónditos del planeta, lo había conseguido. Todo había valido la pena. Allí estaba, con el descubrimiento de la Historia. Ya no sufriría más, el fin de los desencuentros. A partir de ahora, empezaría a vivir la vida que siempre quiso. Tenía en su poder, la receta secreta del amor.

Pensó en todas sus frustraciones. En cada lágrima derramada, la foto en la mesa de luz. Ya no más. No volvería a pelear contra viento y marea. Se rompería el maleficio. La justicia, una vez, caería para el lado de los buenos. Imaginaba el futuro, la situación, el pergamino guardado bajo siete llaves. Y sintió que su pecho se comprimía. Algo estaba mal. ¿Por qué? Por fin tenía lo que había buscado de manera incansable.

La cita era en la plaza. Su plaza. Donde todo había comenzado. A la sombra del nogal, cerca de las hamacas, pero no demasiado. Nada podía cortar la intimidad. Qué le diría. Cómo estaría. ¿Abrazo? No, beso. Bueno, beso y abrazo corto. Pero quería uno largo. Su cabeza era un zamba. Y se quería bajar. Qué pavada, tenía el ancho de espadas. Iba a ganar. Se tranquilizó, agarró la bufanda, se puso el gabán y salió.

Había esperado meses para encontrarla. Y quizás mucho más, pero no lo sabía. No todavía. Mientras caminaba hacia ella, pensaba en la hoja sagrada. Allí estaba la pócima mágica para no perderla. Sólo tenía que seguir sus pasos. No hacía falta más nada. Ya nada se interpondría. Serían felices para siempre. Con la mano en el bolsillo del abrigo, apretaba el papel, como si fuera a evaporarse de no hacerlo.

Ella había llegado antes. Como siempre. No es que fuera muy puntual, sino que disfrutaba la soledad. Quería estar antes también, para saber qué sentía al verlo llegar. Hacía tiempo no lo veía. Ansiaba el encuentro, lo necesitaba. Pero no era fácil. Nunca lo había sido. No sería esta la excepción. Eso creía. Pero allí estaba. Y no se iba a ir. Jugaba con su pelo, con los auriculares. Lo que encontrara, que la sacara de sus pensamientos. O la perdiera en ellos.

Había algo en sus ojos. Un destello, un grito de guerra. Quería estar ahí, pero no sabía por qué. Y necesitaba saber. Para apaciguar la espera (siempre tarde él), apuró el mate. Se lamentó de no poder mojar la yerba con agua fría, como le había enseñado. Al quinto sorbo largo, prendió un cigarrillo. Podían faltarle razones, pero yerba y puchos, jamás. Allá lejos lo divisó, a paso lento pero firme, avanzando hacia ella. Como siempre.

Él caminaba decidido, pero lo perturbaba la sensación de estar en falta. Y no era el retraso. Eso era parte de su ser. No creía en los horarios. Ni en el tiempo. Si tiene que ser, va a ser. No importaba cuándo. Pero sí importaba cómo. Se preguntaba si debía usar la receta con ella. Su cabeza le decía que sí, otro en su lugar lo haría sin dudarlo. El corazón, el alma y las entrañas, le pedían que no. Así no.

La batalla en su pensar era feroz, tanto que se pasó de largo. –Hey! A dónde vas?- le gritó ella, soltando una risa nerviosa. Su mirada lo atravesó, su sonrisa lo embriagó. -Hola…dame que cambio la yerba- apuró él, recuperando la alegría. La saludó de lejos, aprovechando la labor, para pensar cómo la saludaría de verdad. Qué haría. Todo se resumía a ese momento. Y tenía tres metros para resolver.


Llegando al cesto, sacó del bolsillo el papel, la miró una vez más y volvió al pergamino. Estaba decidido. Esta era su chance. Y no la perdería. No vaciló. Volvió hacia ella y la abrazó con mate y todo. –Y el mate?- reclamó la joven, un poco para recuperar su espacio y otro poco porque, en efecto, el muchacho había olvidado vaciarlo. –Ah…me colgué! Me distraje con un perrito. Ahí vengo- balbuceó el quijote avergonzado. Llegó al destino con una sonrisa indeleble y tiró la yerba, cubriendo el tan anhelado papiro, que yacía en el fondo del tacho.

domingo, 17 de abril de 2016

El primer ladrillo

El día que la vi venir, caminando a los saltos, perdida en su canción, entendí todo. Me perdería en ella. En su pelo color fuego y los ojos de mar. En su mundo. Sería preso de su libertad. Pude ver todo en esos metros que nos separaban. Ahí comenzó este puente. Porque eso es lo que nos une. Un camino de ida y vuelta, con más pasos de uno u otro lado. Avances y retrocesos. Pero allí está, para que lo caminemos cada vez. Y aunque muchas veces no esté claro a donde nos lleva el sendero, no importa. La aventura es recorrerlo juntos. Saber que cruzarlo es el destino.

Claro que no fue fácil construirlo. Hay partes, fragmentos que son endebles. Hasta hay partes resquebrajadas, pero es fuerte. Tiene que serlo. Porque no hay otra manera. Ir y venir. Recorrer cada rincón hasta encontrarlo. En algún lugar tiene que estar, el primer ladrillo. El origen, la razón. Y ahí está ella, del otro lado. La distancia parece eterna, pero todavía puedo verla. Pero más importante, sé que la voy a encontrar, aunque no la vea. Lo creo.

Hay días en que quisiera que el puente tuviese una sala de estar, un espacio común donde frenar. Pero no. El tiempo y el deseo no se encuentran y hay que seguir. Algún día. Mientras tanto, andar. Y esperar. Este juego de avances y retrocesos, siempre tirando de la cuerda pero sin cortarla. Los pasos contados, la respiración agitada. Ahí viene. Allá voy.


Santino va de la mano de su mamá, como cada mañana, hasta la puerta de la escuela. Son cuadras de ansiedad, pero a pesar de que su corazón se apresura, él mantiene la calma. Sabe que cada metro es esencial, cada paso vale. Es uno más hacia ella, pero también uno menos. Espera cada día por ver esa sonrisa, ese cruce de miradas. Y eso es todo lo que tiene. Mientras se acerca el momento, piensa que hoy es el día. Hoy la saluda. Se acomoda el flequillo que cae sobre su ojo derecho, aprieta fuerte la mano y respira hondo. Está listo.

Laila camina al lado de su papá. Lo agarra de un dedo con disimulo, como si quisiera que solo él lo note. Siempre había creído que los caminos eran para llegar a un lugar. Un medio para un fin. Pero a veces tiene ganas de quedarse un rato más. No pasar de largo. Bajarse del mundo. Porque hay algo en ese encuentro que le alborota los planes. Pero no hay tiempo. Además, es muy orgullosa para decir algo. ¿Y para qué? Si igual tiene que seguir. Mejor cantarle a la vida. Tal vez la escucha y le da una señal. Allá va, a los saltitos.

Las formas de llegar son muchas. Caminos hay tantos como destinos posibles. Podrían haber ido a la misma escuela, ser vecinos, vacacionar en el mismo lugar. Pero no, a ellos no les tocó esa historia. Solo se cruzan en el camino a sus respectivos colegios, cada mañana. Se ven una cuadra, un instante. Son pasajeros de la vida, testigos ocasionales de la presencia del otro. Pero hay algo más. El azar les dio la libertad de encontrarse. Nadie los puso ahí. Llegaron. El tiempo les dirá hasta dónde.

La hora de la verdad. Se terminan los ensayos. Se acerca el encuentro y la tensión crece. Laila canta un poco más fuerte, para hacerse notar. Santino piensa mil frases ingeniosas. Pocos metros los separan. Es ahora, es el momento. Nuestro pequeño gran héroe infla el pecho y apresura el paso, se adelanta. Ya solo están a unos pasos. Va a pasar. El primer saludo. Pero no alcanza a decir nada. Un cordón traidor lo desparrama por el piso. Desolación. Es el final. La derrota sin jugar. Maldecía entre lágrimas, culpándose de su desdicha, aceptando la mano que lo levantaba cuando la vio. Era Laila. Ella lo tomaba de la mano y lo rescataba. - ¿Estás bien?- indagó la heroína. –Ahora sí- contestó Santino con una sonrisa inédita. Ahí estaba, el primer ladrillo.

viernes, 20 de junio de 2014

Una foto vale más que mil palabras

Era un día como cualquier otro, un día más, un día menos. Martín había salido a caminar por el centro. Arrastraba los pies, como quien no quiere avanzar, se resistía a dejar sus pasos atrás. En su andar zombiesco, levantaba el colchón de hojas secas que llenaba de otoño la vereda. Siempre le había generado un curioso placer ese paisaje, los árboles desnudos, las calles alfombradas con la vida que fue. Era un militante de la melancolía. Cada tanto, garabateaba un canto al desamor, una oda a la desdicha. Y así pasaba las cuadras, perdido en los laberintos de lo que pudo haber sido, cuando su voz lo cacheteó.

-Nos sacás una foto? dijo mientras extendía la cámara con la naturalidad de los que se saben libres. No esperó respuesta alguna, se peinó en el mismo movimiento y posó para la foto. El pelo le caía a un costado, tapando apenas el lunar de su mejilla derecha. Martín, sin opción, se metió de lleno en el personaje. Que el sol de allá, vos más acá, whisky. Su sonrisa lo volvió a los adoquines. Estaba fascinado.
-Y?? Podés??
-Ehh..sí, sí..estoy haciendo foco- balbuceó mientras toqueteaba el lente sin ton ni son. Click. A ver cómo salió, gracias, sonrisa, chau. Martín sólo alcanzó a saludar y devolver la mueca.

Algo desorientado, intentó retomar su marcha fúnebre, pero a las pocas cuadras se detuvo. ¿Qué había pasado? De golpe todo parecía estar más vivo.Por primera vez entendió eso de que el sol sale para todos. Se encontró sonriendo en soledad. Pero el veranito duró lo que la arena en el reloj. No sabía nada de ella, ni su nombre. Para peor, era su último día en la ciudad. Jamás volvería a verla. Se apoderó de él un héroe de historieta, una suerte de quijote que quería correrla y gritarle su amor. Hasta pensó en improvisar un censo, casa por casa hasta dar con su amada. Pero no tenía tiempo y mucho menos coraje. Se convenció diciéndose que no la encontraría, que andá a saber si no se subió a un taxi, que sólo funciona en las películas.

Pasaje, pastillas, documento, algo de cambio, listo. Paró un taxi, sin ganas de hablar. Le tocó escuchar. Resulta que Pedro estaba cumpliendo treinta años de casado con su mujer. Se conocieron en los años en que era fotógrafo, en una fiesta. Sí, el tipo le sacó una foto, ella se la pidió, nació el amor. Así de simple, así de improbable. Por supuesto, una foto vale más que mil palabras. Que él no era de hacer esas cosas, que ese día estaba cubriendo a un amigo, bla bla bla. Martín casi se baja en el semáforo. Contó hasta cincuenta, sonrió, pagó y se bajó.

Sentado en el micro, del lado de la ventanilla, maldecía por el retraso del micro. Nunca le había molestado la impuntualidad, casi que era un fundamentalista de ella, pero hoy quería irse lo antes posible de ahí. Cada minuto que pasaba era uno más de reproche. Siempre había elegido ventanilla para ver las caras de la gente que se quedaba, los saludos, la emoción. Pero esta vez no estaba de humor. Se disponía a correr la cortina cuando divisó una cara familiar que lo saludaba entre risas. Tímidamente devolvió el saludo, mientras pensaba de dónde la conocía. Revolvía en su memoria, cuando escuchó que le hablaban del asiento de al lado, recientemente ocupado.
-Te pediría que me saques otra foto, pero no me gusta salir sola- sonrió.

domingo, 19 de mayo de 2013

Amores perros


Te vas. Siempre te vas. Me dejás como si fuera una habitación de paso, un puente. Siempre pasás, pero nunca te quedás. Necesitás estar un tiempo, encontrar lo inexplicable. Buscás encontrarte. Entonces mi vida pasa a ser una sala de espera. Pero mi espera es permanente. Vivo en ese puente que vos cruzás una y otra vez sin reparo alguno. Voy encadenado a tu sombra, preso de tu ausencia, rehén de tu regreso. Mientras vos te descubrís, yo me pierdo.
Te alejás. Te perdés entre la gente. Ya casi no puedo verte. La distancia se presenta como una brecha imposible, una división entre dos mundos que no se corresponden. Es desesperante. Quiero correr, salir a buscarte, frenarte. Pero no, mi lugar es este. No puedo salir de este pasillo. Puedo ir y venir, volver sobre mis pasos, pero no salir de acá. Si me voy, puedo no volver a verte.
Me dejás. Salís como si todos pudiésemos hacerlo. Tus pasos no te pesan, avanzás con decisión, sin mirar atrás. No hay vez que no espere esa última mirada. Ese adiós que grite un hasta pronto. Pero nunca llega. El pasado no es tu jurisdicción. Das vuelta la página, con la elegancia de los que escapan. Los que se van saben hacerlo, no dejan nada. Pero se llevan mucho. Y vaya si lo hacen.
Me olvidás. Cruzás esa puerta y se cae el mundo. Este mundo, donde jugábamos cada noche, en cada rincón. Reescribís las páginas donde estaba mi historia. Seguís adelante, naufragando aguas que lavan tu pasado. Y yo acá, atrapado en esta gran jaula que es el amor. Celda de la que podría escapar, pero sigo esperándote. No sé si vas a volver, pero eso no importa. Lo creo. Necesito hacerlo. Tiene que haber algo más.

Azul está arrastrando el bolso, es su última media hora en la ciudad que la vio nacer. Lo lleva con desgano, con la angustia del que deja algo irremplazable. Hace años que vive en la gran capital, pero siempre le cuesta dejar su casa. Dejarlo a él. Ese que nunca entiende que, en un mundo ideal, aún vivirían juntos. Pero en este universo, nada es lo que debería y las distancias están a la orden del día.
Baco la ve irse desde el sillón. No se va a levantar a saludarla. Le duele mucho su partida, no la entiende. Quiere que todo sea como antes, cuando era suya cada día y cada noche. Está enrollado en el sofá, como si quisiera ocultarse de ella, esconder su tristeza. Apenas levanta la mirada cuando ella lo llama desde la puerta. La mira como si fuera la última vez. Azul sonríe, se seca las lágrimas y se va.
La distancia lastima. No se pueden hablar ni comunicar. Sólo se ven unas pocas veces al año. Así son las reglas. No las eligieron, sólo las aceptaron para poder vivir. Accedieron a las normas para poder seguir jugando, tener la chance de volver a hacerlo algún día. Dicen que hay amores que matan, los hay de los que matan por amor, y están también los amores perros. Estos últimos son incondicionales. Él nunca dejará de esperar. Ella siempre va a volver. La ausencia es sólo una cuenta regresiva.

domingo, 12 de mayo de 2013

Ruleta rusa


La perdí. Estaba tan inmiscuido en la búsqueda, en correr detrás de una ilusión, que se escapó. El ritual era tan encantador que empecé a perseguir la sensación de encontrarla y me olvidé de ella. Obvié que perseguía a alguien y no a algo, que no tenía por qué jugar para siempre. Hay juegos en donde vale todo y este era uno de ellos, aún cuando creía que compartíamos las mismas reglas. Sucede que a veces, las reglas están hechas para romperse, pero acá se rompió todo.
Te perdí. Una palabra justa, una sonrisa a tiempo y tal vez tu voz sonaría más allá de mi cabeza. Tan lejos y tan cerca. La distancia es un puente que se construye para volver a verse. Extrañarse. Instantes que rebotan, se multiplican y estallan ante mis ojos. Palabras que se van, lágrimas que vienen. Pero todo lo que pudo haber sido no importa, no existe. Sólo quedan los recuerdos. Me quedé con los recuerdos. Sólo.
Me perdí. De tanto buscarte me olvidé de mí. Me descuidé, me dejé de lado y un día me vi dando vueltas sin norte. Sin el faro me quedé sin luz. Me convertí en la sombra de la sombra, la mueca de la máscara. La noche me castiga y me reprocha, altanera, con la frialdad de los que nunca navegaron las turbias aguas del amor. La almohada me contiene, con la mochila de sueños truncos en su espalda.
Perdí. Jugué todo a pleno y perdí. Ni medias tintas ni paso a paso. A todo o nada. Pero la del héroe sólo funciona en las películas. Acá, en el barro, el cuento termina siempre igual. El que busca no siempre encuentra y así deambulé por espejos y ventanas, sin reflejarme jamás. Recorrí laberintos interminables, sólo para entender que a veces la salida es no pasar por la entrada.
Perdimos. Creíamos que jugaríamos por siempre, que podíamos tirar de la soga y jamás se cortaría. Nos equivocamos. Un día no se pudo jugar más, las reglas cambiaron, los jugadores dejaron de serlo. Y para sorpresa de nadie, el juego terminó sin ganadores. No hubo aplausos, silbidos, ni explicaciones. Sólo silencio. La ausencia se hizo reina y desfilaron los miedos hasta el amanecer. Nadie miró pero todos lo vieron.  

Tomás fumaba en silencio frente al mar. Estaba desahuciado, sin ánimos de cantarle sus penas a su fiel compañero. No podía quitarse imágenes de la cabeza, momentos de dicha y de tristeza, todos imborrables. Los veía como una película, una cascada de recuerdos que se enredaban en el aire. Repetía situaciones una y otra vez, las traía al presente y las revivía, las cambiaba. Un esfuerzo sobrehumano por reconciliarse con su pasado. Un absurdo, un intento desesperado por apagar el fuego eterno de la culpa.
Era la primera vez que no podía cantar. Sentía que era en vano. No le salía. Un pie invisible le presionaba el pecho y lo dejaba sin aire. La veía en todos lados y en ninguno. La pensaba, se imaginaba que la veía, que se encontraban. No había diálogos. Sin explicaciones ni reproches. La sola presencia bastaba para la escena. Necesitaba un final. Planeaba un comienzo.
Se debatía entre sus fantasmas cuando buscando un cigarrillo en el bolsillo izquierdo de la campera, encontró una piedra. Descubrió un sueño guardado, una ilusión atesorada. Inmediatamente la recordó a ella, decidida, inquebrantable, tirando su anhelo con desenfado al mar. Sus ojos se ahogaron y arrojó con fuerza la piedra al agua. Quería arrancársela. Fue entonces cuando escuchó: “ojalá hayas pedido lo mismo que yo”. Sí, era ella. Jazmín. Estaba ahí, frente a él. Final del Juego, última vuelta. Aún no lo saben, pero ya ganaron.

jueves, 19 de julio de 2012

Un Final


La traición estalló por toda la habitación. El dolor invadió el lugar y sus palabras rebotaron en las paredes. Su cabeza era un hervidero. Ya no era el mismo, lo habían quebrado. Un extraño en su mundo, apenas una sombra entre tantas luces de neón. Ya no podría estar allí. Pero, ¿cómo irse? ¿De qué manera arrancarse de ese lugar? Su lugar. No se es de donde se nace sino de donde se siente. Y esa era su casa, su hogar. Pero ya no más.
Pensaba en aquel día, donde empezó todo. Casi sin quererlo, una tarde de abril, la ruleta comenzó a girar. Y no paró más. Intentaba buscar un indicio, algo que le marcará cómo y por qué. Pensaba en todas aquellas decisiones mínimas, imperceptibles, que habían desencadenado este final. Osaba imaginar escenarios alternativos, caminos diferentes para los mismos pies.
Se trataba de una empresa imposible. Las verdaderas historias coquetean con el azar, pero están signadas por la voluntad. Pueden desviarse más o menos, pero siempre llegan a puerto. Inevitablemente, no iba a saberlo nunca. Con la paciencia de los vencedores, el tiempo le demostraría que no hay razón, que nada tiene sentido. Pero no podía esperar, ya no más.
La luz cálida del rey del día lo hería, le demostraba lo frío que estaba. Las lágrimas hacían un mar o el mar alcanzaba sus lágrimas, pero se estaba ahogando. Se hundía el barco. Su barco. Y no había vuelta atrás. Sólo quedaba saltar, intentar nadar a la orilla, abandonar todo aquello que era suyo. Abandonar su lugar, su identidad. Abandonarse. Una carrera que no podía terminar bien. No se puede correr muy lejos de uno mismo.
Ella lo llamaba desde allá, aquel lugar seguro, inerte. Él la escuchaba pero no podía hacerle caso. Se detuvo varias veces a contemplarla. A veces con tristeza, otras con una sonrisa indeleble. Pero no podía moverse. Estaba seguro de que su final no estaba allí. Estaba acá. Si se iban sus sueños, los retazos de ilusiones que había guardado por años, él se iría con ellos.
Se acercaba el momento de la verdad. Se activaban las alarmas, se disparaban los miedos. Las dudas correteaban por el lugar, las certezas saltaban por la borda. Pero él seguía allí. Inmóvil. Parecía que estaba asistiendo a ese espectáculo sin la conciencia de protagonizarlo. Quizás le parecía irreal encontrarse finalmente con ese epílogo anunciado. Lo cierto es que mantenía la calma. Sentía que no podía ser de otra manera. Era su destino.
Las aguas se debatían por apoderarse de la nave. Arrollaban todo lo que encontraban a su paso. Todo menos su fe. O tal vez era otra cosa, pero el capitán seguía allí, al mando de su embarcación. Necesitaba creer que su barco aguantaría la embestida. Habían pasado tantas, todas con secuelas, cicatrices, pero las habían superado. Juntos. Y es que dicen que no hay barco sin capitán, pero él no quería seguir siéndolo sin su nave. No podía. No sabía. No quería.

Un final. Un comienzo. Un barco que se hunde. Un naufragio sin fecha de vencimiento. El sol comenzaba a despedirse y no era el único. La creciente oscuridad se apoderaba de la escena y con ella desaparecía todo. Ya no quedaba nada para hacer, sólo contemplarla. Ella se mostraba serena pero firme, confiada de su victoria. Él no podía dejar de mirarla. Había evitado por años su llamado a renunciarlo todo y ahora era testigo del quiebre de su voluntad. Estaba entregado.
 Ella extendía su mano y él se aproximaba a paso firme, con la resignación y fascinación de las almas en pena. Cuando estaba por tomarla de la mano recordó todo lo que dejaba atrás. Risas, llantos, sueños, logros, fracasos, cada uno de ellos a bordo de ese barco. Mujeres, amores. Y la única. Aquel faro que guiaba sus noches de eterna vigilia. La reina de las reinas. Ya no la vería más. Estaba a un paso de renunciar a su vida y su pie ya estaba en el aire. Esbozó una sonrisa, soltó una lágrima y se entregó a ella.