miércoles, 8 de abril de 2009

Un acuerdo tácito entre ellos

Un acuerdo tácito entre ellos, un arreglo de su inconciente con una realidad cobarde. Una verdad quebrada, devenida en una farsa bien vestida. Los gritos de voces apagadas se pierden en el espacio vacío, inhóspito lugar para un alma endeble. Un abismo que separa dos mundos irreales, que fragmenta dos miradas que antes se fundían en un color.
Difícil es comprender qué sucedió. Nadie lo sabe. Tal vez nadie se anime a leer los retazos de razones, los pedazos de intenciones, los restos de ilusiones. Sólo lo dejaron ser. Y el tiempo se dedicó a ser la arena que cae en el reloj, incalculable, imperceptible. Casi sin ruido, los días los fueron dejando atrás. Tras ver al miedo convertirse en soldado, la fe se refugió en un cajón. Por algo es que dicen que es lo último que se pierde, es la primera en esconderse cuando se hace imposible capear el temporal.
Con la esperanza ausente, las miradas se volvieron opacas y el cuadro se pintó en sepia. La existencia de ese puente invisible los aislaba y unía a la vez. La sola idea de la brecha que los separaba los aferraba al pensamiento del otro. La luna los vigilaba cada noche, esperando serena, iluminando tenuemente el sendero. El sol les recordaba que muchas veces la luz hace daño a quien se acostumbra a la penumbra.
Pero la lógica de la sinrazón tiene sus propios códigos. Cuando la fantasía y la vigilia se funden en una lágrima, la confusión es reina. Con la conciencia torcida, deambularon por sus mundos, cruzándose en cada uno de ellos, evitándose sin notarse. Es ardua la tarea de ver aquello que está allí, frente a los ojos, con una claridad que encandila. La distancia entonces se presenta como la lente ideal para el ojo enfermo, sensible a la luz, que no puede ver lo que esta allí y prefiere no tener que verlo.
Y decidieron burlar al destino, leer sus mandatos en voz alta y reír a viva voz. Trazaron con tinta invisible en un mapa inverosímil los caminos que habrían de recorrer, uno por aquí, el otro por allá. Olvidando (o aceptando sin saberlo) que los opuestos se atraen, y que la vida no es una tómbola sino que las vueltas las da uno. El día los recibía radiante, festejando su hipocresía. La noche los hostigaba con sus aires de importante, aunque el tiempo les revelaría que sólo se trata de una artista malherida.
Hasta que un día, en una de esas tantas noches donde la madrugada es una sala de audiencias, se encontraron llorando frente a frente. Ninguno podía explicar por qué estaba allí, quizás ninguno quería hacerlo. La tan ansiada pero triste realidad (y no la verdad, no existe tal cosa) era que por encima de su afán de olvidarse, persistía la necesidad de verse. El deseo inquebrantable de reconocerse. Pero ya era tarde para un final feliz. La cobardía había ganado la guerra, aunque perdiera una eventual batalla frente a un esbozo de resurrección del corazón. La moneda giraba en el aire y la suerte estaba echada. Estaban condenados a pasar el resto de sus días presos en esas paredes que ellos mismos habían levantado con tanto ímpetu. Y pensar que todo fue por no jugar por miedo a perder, aferrándose a la nada, que siempre es mejor que el dolor. Olvidando q no se trata de competir, sino de jugar, la única manera de vivir y no morir en el intento.