jueves, 19 de julio de 2012

Un Final


La traición estalló por toda la habitación. El dolor invadió el lugar y sus palabras rebotaron en las paredes. Su cabeza era un hervidero. Ya no era el mismo, lo habían quebrado. Un extraño en su mundo, apenas una sombra entre tantas luces de neón. Ya no podría estar allí. Pero, ¿cómo irse? ¿De qué manera arrancarse de ese lugar? Su lugar. No se es de donde se nace sino de donde se siente. Y esa era su casa, su hogar. Pero ya no más.
Pensaba en aquel día, donde empezó todo. Casi sin quererlo, una tarde de abril, la ruleta comenzó a girar. Y no paró más. Intentaba buscar un indicio, algo que le marcará cómo y por qué. Pensaba en todas aquellas decisiones mínimas, imperceptibles, que habían desencadenado este final. Osaba imaginar escenarios alternativos, caminos diferentes para los mismos pies.
Se trataba de una empresa imposible. Las verdaderas historias coquetean con el azar, pero están signadas por la voluntad. Pueden desviarse más o menos, pero siempre llegan a puerto. Inevitablemente, no iba a saberlo nunca. Con la paciencia de los vencedores, el tiempo le demostraría que no hay razón, que nada tiene sentido. Pero no podía esperar, ya no más.
La luz cálida del rey del día lo hería, le demostraba lo frío que estaba. Las lágrimas hacían un mar o el mar alcanzaba sus lágrimas, pero se estaba ahogando. Se hundía el barco. Su barco. Y no había vuelta atrás. Sólo quedaba saltar, intentar nadar a la orilla, abandonar todo aquello que era suyo. Abandonar su lugar, su identidad. Abandonarse. Una carrera que no podía terminar bien. No se puede correr muy lejos de uno mismo.
Ella lo llamaba desde allá, aquel lugar seguro, inerte. Él la escuchaba pero no podía hacerle caso. Se detuvo varias veces a contemplarla. A veces con tristeza, otras con una sonrisa indeleble. Pero no podía moverse. Estaba seguro de que su final no estaba allí. Estaba acá. Si se iban sus sueños, los retazos de ilusiones que había guardado por años, él se iría con ellos.
Se acercaba el momento de la verdad. Se activaban las alarmas, se disparaban los miedos. Las dudas correteaban por el lugar, las certezas saltaban por la borda. Pero él seguía allí. Inmóvil. Parecía que estaba asistiendo a ese espectáculo sin la conciencia de protagonizarlo. Quizás le parecía irreal encontrarse finalmente con ese epílogo anunciado. Lo cierto es que mantenía la calma. Sentía que no podía ser de otra manera. Era su destino.
Las aguas se debatían por apoderarse de la nave. Arrollaban todo lo que encontraban a su paso. Todo menos su fe. O tal vez era otra cosa, pero el capitán seguía allí, al mando de su embarcación. Necesitaba creer que su barco aguantaría la embestida. Habían pasado tantas, todas con secuelas, cicatrices, pero las habían superado. Juntos. Y es que dicen que no hay barco sin capitán, pero él no quería seguir siéndolo sin su nave. No podía. No sabía. No quería.

Un final. Un comienzo. Un barco que se hunde. Un naufragio sin fecha de vencimiento. El sol comenzaba a despedirse y no era el único. La creciente oscuridad se apoderaba de la escena y con ella desaparecía todo. Ya no quedaba nada para hacer, sólo contemplarla. Ella se mostraba serena pero firme, confiada de su victoria. Él no podía dejar de mirarla. Había evitado por años su llamado a renunciarlo todo y ahora era testigo del quiebre de su voluntad. Estaba entregado.
 Ella extendía su mano y él se aproximaba a paso firme, con la resignación y fascinación de las almas en pena. Cuando estaba por tomarla de la mano recordó todo lo que dejaba atrás. Risas, llantos, sueños, logros, fracasos, cada uno de ellos a bordo de ese barco. Mujeres, amores. Y la única. Aquel faro que guiaba sus noches de eterna vigilia. La reina de las reinas. Ya no la vería más. Estaba a un paso de renunciar a su vida y su pie ya estaba en el aire. Esbozó una sonrisa, soltó una lágrima y se entregó a ella. 

jueves, 5 de julio de 2012

La vida es un juego


¿A dónde vas? ¿A dónde voy? No se sabe, pero vamos juntos. Sí, aún cuando no lo parezca. No se puede separar lo que está unido de manera inexplicable, necesaria. Podemos alejarnos, aislarnos, jugar a que recorremos caminos diferentes, pero sabemos que al final nos vamos a juntar. Porque es lo que buscamos. Nos perdemos para encontrarnos. La ausencia anhela la presencia, el fuego busca prenderse cada vez más, no apagarse, no importan los esfuerzos.
No recuerdo cómo empezó este juego de avances y retrocesos, de aciertos y errores, dados y barajas. Truco, quiero re truco, me voy al mazo. El juego de la vida o la historia sin fin, lo cierto es que las vueltas al tablero nunca terminan. Y es que tal vez de eso se trate, dar los giros y saltos necesarios hasta caer los dos en el mismo casillero. Porque no hay meta. No importa quién va adelante, quién ganó más estrellas. No. Sólo terminar juntos.
A veces el impulso de ir hacia atrás es grande, forzar el encuentro, pero no se puede. El reloj obliga a seguir hacia adelante, en una carrera contra el tiempo y el espacio, en la que siempre se pierde. Casi siempre. Si no hubiese una chance de ganar, por mínima que sea, no valdría la pena el juego. Y vaya que lo vale. Por más que en ocasiones haya que perder un turno, retroceder cuatro casilleros o avanzar uno. No es el horizonte sino el camino lo que atrapa.
Enfrentados o abrazados, de la mano o sin notarnos. Así como el cielo y el mar no saben de desencantos, nosotros tampoco. Superamos todas las tormentas, hasta aquella que parece el diluvio final. Aquellos días en que nos gustaría dividirnos, arrancarnos el uno del otro. Y ver cómo seguimos, quién es quién sin el otro. Si somos alguien sin el otro. Pero no hay mucho tiempo para pensar, siempre estamos corriendo. Para allá, para acá, siempre escapando. Pero nos dejamos alcanzar. Tal vez no podamos ir más rápido o escabullirnos mejor, quizás no queremos.
Comienza la angustia, la desesperante sensación de no saber dónde estás. Ni dónde estoy. Todo es penumbra, la tenue luz de la luna hace las veces de guía. Las sombras hacen su juego y acechan, confunden, engañan. Me muestran cosas que no están, esconden las que son. Y perdida en la oscuridad, desfilando ante mi ceguera, estás vos. Caminando por ahí, amparándote en la noche, atada a tu libertad. Con esa frescura que es tu mayor encanto pero también tu mejor arma. No puedo esperar más, voy a apurar la cuenta y voy a salir a buscarte. Salgo…

Se conocieron hace nueve días, son vecinos ocasionales, están de vacaciones. Desde el primer día algo los amarró a esa esquina. La primera vez que se cruzaron, Tomás salía a la vereda para ir a la playa cunado la vio bailar en el patio de la casa de al lado. Se quedó encantado. Era la nena más hermosa del mundo. Y vivía al lado, como en las películas. Quería decirle algo, acercarse, pero no lograba articular palabra alguna. Sólo podía admirarla, contemplarla. Jazmín notó que tenía público y empezó a lucirse más. Ahora cantaba también, estaba radiante. Era la reina de la cuadra, del mundo. Porque no había más que esa esquina, no para ellos. Terminó su canción, dio el último paso de baile y le sonrió.
Desde aquel día fueron inseparables. No se perdieron un atardecer juntos, frente al mar. Sobre el final de la tarde, se encontraban en esa esquina y jugaban todas las noches a la escondida. Hoy es el último día. El que marcan los calendarios, porque ellos saben que no es el final. Son chicos, pero ya entendieron todo. Tomás tiene diez años y Jazmín ocho, pero donde manda el corazón, la razón queda de lado. Creen que nunca van a dejar de jugar, que están unidos para siempre. Y hacen bien. Ella va a vivir escondiéndose, él va a vivir buscándola. Siempre se van a encontrar.

lunes, 13 de febrero de 2012

El rincón del olvido

El sol se apagó. Quizás sólo se fue, tal vez se escondió para no echar luz sobre esta esquina. Para qué iluminar lo que ya no puede brillar. Ahí está, olvidado, el rincón del corazón. Ya nadie lo escucha, dicen que se volvió loco, que perdió la razón. Loco hay que estar para querer encontrarla. La luna es la única que no lo olvida. Lo escucha siempre. A veces le habla, le grita. Sabe que el corazón necesita que lo despierten la mayoría de las veces.
Pero hay días en que ella no soporta verlo así, olvidado, herido de muerte. La esquina se tiñe de un rojo oscuro, espeso, cargado de dolor. Ni la peor de las tormentas logra lavar la acera. El río borravino abraza las calles, recorre las plazas, invade la ciudad. Nadie parece notarlo, todos continúan su marcha a ningún lado. Peregrinos de la nada, esclavos del reloj. Y mientras tanto el corazón se muere y no parece importarles. La dama del cielo llora desconsolada, pero sólo logra aumentar el caudal del río.
La gente entra en pánico, nadie quiere ser alcanzado por las aguas del dolor. Esas aguas viscosas, capaces de atrapar al más estoico de los soldados del saber. Todo es mejor que remar en ese mar de preguntas. Nadie quiere dudar, pueden descubrir que no saben nada, que se equivocaron. Quizá vean que dejaron morir al único que velaba por sus deseos, sus sueños. Pero nada importa, si no lo ven no está, no existe. Y nadie lo mira. Todos eligen no verlo. Se va a morir, ya no da más.
El olvido es la muerte más dolorosa. Es muy lenta, casi imperceptible. Tal vez todos sean olvidados lentamente, hasta desaparecer. La batalla por la vida parece perdida, la vanagloriada memoria ya no es la que era. Está cansada, sus tesoros han sido saqueados y arrojados al mar. Los recuerdos se ahogan en las profundidades. Pero quizás haya una chance, una en un millón. Un pescador de ilusiones. Una tanza en un naufragio. No tiene nada que perder, es pescar o morir. Va a tirar…

Ella tiene la mirada caída, clavada en la pata de adelante del banco de la plaza. Está pensando, tal vez sintiendo. No sabe lo que le está pasando. Pero no lo quiere mirar. Si se encuentran se pueden perder. Ignora que ya lo está perdiendo, si no lo mira se muere.
Pasan las horas, los días, los meses y ella sigue ahí, paralizada. Él está agonizando, entregado, ansiando el final. Ya con el último aliento, esboza algo indescifrable hacia ella. Mira al cielo por última vez y cierra los ojos, se deja llevar. Una extraña sensación le invade la piel. Una cálida luz lo abraza y ya no siente nada más. Ella levanta la mirada y se acerca hacia él. Con los ojos llenos de lágrimas finalmente le dice: “Yo también”. El cielo comienza a abrirse y los primeros rayos del sol son para ellos.

martes, 31 de enero de 2012

Una escena más

¿De qué nos vamos a disfrazar esta vez? Nunca se sabe cuándo termina la obra. Si es que termina, porque hay historias que jamás llegan a un final. Siempre hay una escena más. Quizás porque el público así lo quiere. Tal vez porque así lo necesitamos los actores. Lo cierto es que acá estamos, frente a todos y ninguno. Al fin de cuentas sólo importa lo que pasa en el escenario, lo demás no importa, no existe. Este es nuestro mundo, el único.
Del amor al odio, de la risa al llanto. Todo es parte de lo mismo. Expertos en el arte de cautivar, vendedores de ilusiones, encantadores de ángeles. Cualquier maña es válida para esquivar la verdad. ¿Existe tal cosa? Mucho de lo que aquí ocurre puede no ser verdadero pero no es menos real que aquello que así se proclama. Sólo importa todo aquello que mueve montañas.
Y allá vamos, de vuelta al ruedo, el único lugar en el que queremos estar. Allá afuera las cosas son distintas, ellos no lo entienden. Tal vez nosotros no entendamos lo que pasa de aquel lado. No importa, vamos a hacer una escena más. Siempre. No sabemos hacer otra cosa, no podemos, no queremos. Algunos se quedan a ver qué pasa, otros amagan a irse y varios se cansaron hace rato.
Las escenas son siempre únicas e irrepetibles, pero el argumento es el mismo. Él contra ella, ella contra él. Ellos contra ellos mismos. La lucha es constante, agotadora pero imprescindible. Así son los papeles y los interpretamos a la perfección. Pero este puede ser el último capítulo. El final no está escrito, pero toda historia llega a su fin. Aunque si de reglas se trata, en este lugar no se cumplen, no las hay. La única ley es la necesidad. El deseo de estar ahí. Hablarse o contemplarse en silencio. Correr hacia el otro o alejarse con violencia.
Tal vez no hay un final porque no es posible dilucidar un principio. Quizás no quieren descubrir el comienzo para no encontrar el final. Nada de eso importa, ella está ahí, esperándome. Es hermosa. Me gustaría ver al mundo detenerse a contemplar su sonrisa. Yo también la estoy esperando. A lo mejor de eso se trata, esperarnos. Ansiamos la espera porque es lo único que nos queda. Esperar para volver a estar en el único lugar que podemos.
Se terminó el tiempo, hay que salir al escenario. Ella está del otro lado, impaciente. Me atraviesa con la mirada. Me está gritando con los ojos. Sabe que es la última escena. Hay restos de dolor, bronca y tristeza en sus pupilas. Pero igual me sonríe, jamás mostrará signos de debilidad. Yo le devuelvo la sonrisa, pero no para esconder nada, sino porque creo que esta escena no es la escena final, es la mejor.

Termina el acto, algunos se van, otros se quedan, varios no saben qué hacer. Arriba, ellos se miran y sonríen, saben que lo lograron. Desde lejos, casi como un susurro, se escucha algo. No se sabe de dónde viene, menos si es real. Pero es cada vez más fuerte. Ya no hay dudas, el grito es claro. No importa si es lo que pide el público o lo que ellos quieren escuchar. Van a hacer una escena más.