¿A dónde vas? ¿A dónde voy? No se sabe, pero vamos juntos.
Sí, aún cuando no lo parezca. No se puede separar lo que está unido de manera
inexplicable, necesaria. Podemos alejarnos, aislarnos, jugar a que recorremos
caminos diferentes, pero sabemos que al final nos vamos a juntar. Porque es lo
que buscamos. Nos perdemos para encontrarnos. La ausencia anhela la presencia,
el fuego busca prenderse cada vez más, no apagarse, no importan los esfuerzos.
No recuerdo cómo empezó este juego de avances y retrocesos,
de aciertos y errores, dados y barajas. Truco, quiero re truco, me voy al mazo.
El juego de la vida o la historia sin fin, lo cierto es que las vueltas al
tablero nunca terminan. Y es que tal vez de eso se trate, dar los giros y saltos
necesarios hasta caer los dos en el mismo casillero. Porque no hay meta. No
importa quién va adelante, quién ganó más estrellas. No. Sólo terminar juntos.
A veces el impulso de ir hacia atrás es grande, forzar el
encuentro, pero no se puede. El reloj obliga a seguir hacia adelante, en una
carrera contra el tiempo y el espacio, en la que siempre se pierde. Casi
siempre. Si no hubiese una chance de ganar, por mínima que sea, no valdría la
pena el juego. Y vaya que lo vale. Por más que en ocasiones haya que perder un
turno, retroceder cuatro casilleros o avanzar uno. No es el horizonte sino el
camino lo que atrapa.
Enfrentados o abrazados, de la mano o sin notarnos. Así como
el cielo y el mar no saben de desencantos, nosotros tampoco. Superamos todas
las tormentas, hasta aquella que parece el diluvio final. Aquellos días en que
nos gustaría dividirnos, arrancarnos el uno del otro. Y ver cómo seguimos,
quién es quién sin el otro. Si somos alguien sin el otro. Pero no hay mucho
tiempo para pensar, siempre estamos corriendo. Para allá, para acá, siempre
escapando. Pero nos dejamos alcanzar. Tal vez no podamos ir más rápido o
escabullirnos mejor, quizás no queremos.
Comienza la angustia, la desesperante sensación de no saber
dónde estás. Ni dónde estoy. Todo es penumbra, la tenue luz de la luna hace las
veces de guía. Las sombras hacen su juego y acechan, confunden, engañan. Me
muestran cosas que no están, esconden las que son. Y perdida en la oscuridad, desfilando
ante mi ceguera, estás vos. Caminando por ahí, amparándote en la noche, atada a
tu libertad. Con esa frescura que es tu mayor encanto pero también tu mejor
arma. No puedo esperar más, voy a apurar la cuenta y voy a salir a buscarte.
Salgo…
Se conocieron hace nueve días, son vecinos ocasionales, están
de vacaciones. Desde el primer día algo los amarró a esa esquina. La primera
vez que se cruzaron, Tomás salía a la vereda para ir a la playa cunado la vio
bailar en el patio de la casa de al lado. Se quedó encantado. Era la nena más
hermosa del mundo. Y vivía al lado, como en las películas. Quería decirle algo,
acercarse, pero no lograba articular palabra alguna. Sólo podía admirarla,
contemplarla. Jazmín notó que tenía público y empezó a lucirse más. Ahora
cantaba también, estaba radiante. Era la reina de la cuadra, del mundo. Porque
no había más que esa esquina, no para ellos. Terminó su canción, dio el último
paso de baile y le sonrió.
Desde aquel día fueron inseparables. No se perdieron un
atardecer juntos, frente al mar. Sobre el final de la tarde, se encontraban en
esa esquina y jugaban todas las noches a la escondida. Hoy es el último día. El
que marcan los calendarios, porque ellos saben que no es el final. Son chicos,
pero ya entendieron todo. Tomás tiene diez años y Jazmín ocho, pero donde manda
el corazón, la razón queda de lado. Creen que nunca van a dejar de jugar, que
están unidos para siempre. Y hacen bien. Ella va a vivir escondiéndose, él va a
vivir buscándola. Siempre se van a encontrar.
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