El sol se apagó. Quizás sólo se fue, tal vez se escondió para no echar luz sobre esta esquina. Para qué iluminar lo que ya no puede brillar. Ahí está, olvidado, el rincón del corazón. Ya nadie lo escucha, dicen que se volvió loco, que perdió la razón. Loco hay que estar para querer encontrarla. La luna es la única que no lo olvida. Lo escucha siempre. A veces le habla, le grita. Sabe que el corazón necesita que lo despierten la mayoría de las veces.
Pero hay días en que ella no soporta verlo así, olvidado, herido de muerte. La esquina se tiñe de un rojo oscuro, espeso, cargado de dolor. Ni la peor de las tormentas logra lavar la acera. El río borravino abraza las calles, recorre las plazas, invade la ciudad. Nadie parece notarlo, todos continúan su marcha a ningún lado. Peregrinos de la nada, esclavos del reloj. Y mientras tanto el corazón se muere y no parece importarles. La dama del cielo llora desconsolada, pero sólo logra aumentar el caudal del río.
La gente entra en pánico, nadie quiere ser alcanzado por las aguas del dolor. Esas aguas viscosas, capaces de atrapar al más estoico de los soldados del saber. Todo es mejor que remar en ese mar de preguntas. Nadie quiere dudar, pueden descubrir que no saben nada, que se equivocaron. Quizá vean que dejaron morir al único que velaba por sus deseos, sus sueños. Pero nada importa, si no lo ven no está, no existe. Y nadie lo mira. Todos eligen no verlo. Se va a morir, ya no da más.
El olvido es la muerte más dolorosa. Es muy lenta, casi imperceptible. Tal vez todos sean olvidados lentamente, hasta desaparecer. La batalla por la vida parece perdida, la vanagloriada memoria ya no es la que era. Está cansada, sus tesoros han sido saqueados y arrojados al mar. Los recuerdos se ahogan en las profundidades. Pero quizás haya una chance, una en un millón. Un pescador de ilusiones. Una tanza en un naufragio. No tiene nada que perder, es pescar o morir. Va a tirar…
Ella tiene la mirada caída, clavada en la pata de adelante del banco de la plaza. Está pensando, tal vez sintiendo. No sabe lo que le está pasando. Pero no lo quiere mirar. Si se encuentran se pueden perder. Ignora que ya lo está perdiendo, si no lo mira se muere.
Pasan las horas, los días, los meses y ella sigue ahí, paralizada. Él está agonizando, entregado, ansiando el final. Ya con el último aliento, esboza algo indescifrable hacia ella. Mira al cielo por última vez y cierra los ojos, se deja llevar. Una extraña sensación le invade la piel. Una cálida luz lo abraza y ya no siente nada más. Ella levanta la mirada y se acerca hacia él. Con los ojos llenos de lágrimas finalmente le dice: “Yo también”. El cielo comienza a abrirse y los primeros rayos del sol son para ellos.
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