lunes, 20 de junio de 2016

La revelación

El plan perfecto. Un mapa detallado de cada paso a seguir. La fórmula infalible. Por fin. Tras años de perseguir hechiceros por los lugares más recónditos del planeta, lo había conseguido. Todo había valido la pena. Allí estaba, con el descubrimiento de la Historia. Ya no sufriría más, el fin de los desencuentros. A partir de ahora, empezaría a vivir la vida que siempre quiso. Tenía en su poder, la receta secreta del amor.

Pensó en todas sus frustraciones. En cada lágrima derramada, la foto en la mesa de luz. Ya no más. No volvería a pelear contra viento y marea. Se rompería el maleficio. La justicia, una vez, caería para el lado de los buenos. Imaginaba el futuro, la situación, el pergamino guardado bajo siete llaves. Y sintió que su pecho se comprimía. Algo estaba mal. ¿Por qué? Por fin tenía lo que había buscado de manera incansable.

La cita era en la plaza. Su plaza. Donde todo había comenzado. A la sombra del nogal, cerca de las hamacas, pero no demasiado. Nada podía cortar la intimidad. Qué le diría. Cómo estaría. ¿Abrazo? No, beso. Bueno, beso y abrazo corto. Pero quería uno largo. Su cabeza era un zamba. Y se quería bajar. Qué pavada, tenía el ancho de espadas. Iba a ganar. Se tranquilizó, agarró la bufanda, se puso el gabán y salió.

Había esperado meses para encontrarla. Y quizás mucho más, pero no lo sabía. No todavía. Mientras caminaba hacia ella, pensaba en la hoja sagrada. Allí estaba la pócima mágica para no perderla. Sólo tenía que seguir sus pasos. No hacía falta más nada. Ya nada se interpondría. Serían felices para siempre. Con la mano en el bolsillo del abrigo, apretaba el papel, como si fuera a evaporarse de no hacerlo.

Ella había llegado antes. Como siempre. No es que fuera muy puntual, sino que disfrutaba la soledad. Quería estar antes también, para saber qué sentía al verlo llegar. Hacía tiempo no lo veía. Ansiaba el encuentro, lo necesitaba. Pero no era fácil. Nunca lo había sido. No sería esta la excepción. Eso creía. Pero allí estaba. Y no se iba a ir. Jugaba con su pelo, con los auriculares. Lo que encontrara, que la sacara de sus pensamientos. O la perdiera en ellos.

Había algo en sus ojos. Un destello, un grito de guerra. Quería estar ahí, pero no sabía por qué. Y necesitaba saber. Para apaciguar la espera (siempre tarde él), apuró el mate. Se lamentó de no poder mojar la yerba con agua fría, como le había enseñado. Al quinto sorbo largo, prendió un cigarrillo. Podían faltarle razones, pero yerba y puchos, jamás. Allá lejos lo divisó, a paso lento pero firme, avanzando hacia ella. Como siempre.

Él caminaba decidido, pero lo perturbaba la sensación de estar en falta. Y no era el retraso. Eso era parte de su ser. No creía en los horarios. Ni en el tiempo. Si tiene que ser, va a ser. No importaba cuándo. Pero sí importaba cómo. Se preguntaba si debía usar la receta con ella. Su cabeza le decía que sí, otro en su lugar lo haría sin dudarlo. El corazón, el alma y las entrañas, le pedían que no. Así no.

La batalla en su pensar era feroz, tanto que se pasó de largo. –Hey! A dónde vas?- le gritó ella, soltando una risa nerviosa. Su mirada lo atravesó, su sonrisa lo embriagó. -Hola…dame que cambio la yerba- apuró él, recuperando la alegría. La saludó de lejos, aprovechando la labor, para pensar cómo la saludaría de verdad. Qué haría. Todo se resumía a ese momento. Y tenía tres metros para resolver.


Llegando al cesto, sacó del bolsillo el papel, la miró una vez más y volvió al pergamino. Estaba decidido. Esta era su chance. Y no la perdería. No vaciló. Volvió hacia ella y la abrazó con mate y todo. –Y el mate?- reclamó la joven, un poco para recuperar su espacio y otro poco porque, en efecto, el muchacho había olvidado vaciarlo. –Ah…me colgué! Me distraje con un perrito. Ahí vengo- balbuceó el quijote avergonzado. Llegó al destino con una sonrisa indeleble y tiró la yerba, cubriendo el tan anhelado papiro, que yacía en el fondo del tacho.

domingo, 17 de abril de 2016

El primer ladrillo

El día que la vi venir, caminando a los saltos, perdida en su canción, entendí todo. Me perdería en ella. En su pelo color fuego y los ojos de mar. En su mundo. Sería preso de su libertad. Pude ver todo en esos metros que nos separaban. Ahí comenzó este puente. Porque eso es lo que nos une. Un camino de ida y vuelta, con más pasos de uno u otro lado. Avances y retrocesos. Pero allí está, para que lo caminemos cada vez. Y aunque muchas veces no esté claro a donde nos lleva el sendero, no importa. La aventura es recorrerlo juntos. Saber que cruzarlo es el destino.

Claro que no fue fácil construirlo. Hay partes, fragmentos que son endebles. Hasta hay partes resquebrajadas, pero es fuerte. Tiene que serlo. Porque no hay otra manera. Ir y venir. Recorrer cada rincón hasta encontrarlo. En algún lugar tiene que estar, el primer ladrillo. El origen, la razón. Y ahí está ella, del otro lado. La distancia parece eterna, pero todavía puedo verla. Pero más importante, sé que la voy a encontrar, aunque no la vea. Lo creo.

Hay días en que quisiera que el puente tuviese una sala de estar, un espacio común donde frenar. Pero no. El tiempo y el deseo no se encuentran y hay que seguir. Algún día. Mientras tanto, andar. Y esperar. Este juego de avances y retrocesos, siempre tirando de la cuerda pero sin cortarla. Los pasos contados, la respiración agitada. Ahí viene. Allá voy.


Santino va de la mano de su mamá, como cada mañana, hasta la puerta de la escuela. Son cuadras de ansiedad, pero a pesar de que su corazón se apresura, él mantiene la calma. Sabe que cada metro es esencial, cada paso vale. Es uno más hacia ella, pero también uno menos. Espera cada día por ver esa sonrisa, ese cruce de miradas. Y eso es todo lo que tiene. Mientras se acerca el momento, piensa que hoy es el día. Hoy la saluda. Se acomoda el flequillo que cae sobre su ojo derecho, aprieta fuerte la mano y respira hondo. Está listo.

Laila camina al lado de su papá. Lo agarra de un dedo con disimulo, como si quisiera que solo él lo note. Siempre había creído que los caminos eran para llegar a un lugar. Un medio para un fin. Pero a veces tiene ganas de quedarse un rato más. No pasar de largo. Bajarse del mundo. Porque hay algo en ese encuentro que le alborota los planes. Pero no hay tiempo. Además, es muy orgullosa para decir algo. ¿Y para qué? Si igual tiene que seguir. Mejor cantarle a la vida. Tal vez la escucha y le da una señal. Allá va, a los saltitos.

Las formas de llegar son muchas. Caminos hay tantos como destinos posibles. Podrían haber ido a la misma escuela, ser vecinos, vacacionar en el mismo lugar. Pero no, a ellos no les tocó esa historia. Solo se cruzan en el camino a sus respectivos colegios, cada mañana. Se ven una cuadra, un instante. Son pasajeros de la vida, testigos ocasionales de la presencia del otro. Pero hay algo más. El azar les dio la libertad de encontrarse. Nadie los puso ahí. Llegaron. El tiempo les dirá hasta dónde.

La hora de la verdad. Se terminan los ensayos. Se acerca el encuentro y la tensión crece. Laila canta un poco más fuerte, para hacerse notar. Santino piensa mil frases ingeniosas. Pocos metros los separan. Es ahora, es el momento. Nuestro pequeño gran héroe infla el pecho y apresura el paso, se adelanta. Ya solo están a unos pasos. Va a pasar. El primer saludo. Pero no alcanza a decir nada. Un cordón traidor lo desparrama por el piso. Desolación. Es el final. La derrota sin jugar. Maldecía entre lágrimas, culpándose de su desdicha, aceptando la mano que lo levantaba cuando la vio. Era Laila. Ella lo tomaba de la mano y lo rescataba. - ¿Estás bien?- indagó la heroína. –Ahora sí- contestó Santino con una sonrisa inédita. Ahí estaba, el primer ladrillo.