La perdí. Estaba tan inmiscuido en
la búsqueda, en correr detrás de una ilusión, que se escapó. El ritual era tan
encantador que empecé a perseguir la sensación de encontrarla y me olvidé de
ella. Obvié que perseguía a alguien y no a algo, que no tenía por qué jugar
para siempre. Hay juegos en donde vale todo y este era uno de ellos, aún cuando
creía que compartíamos las mismas reglas. Sucede que a veces, las reglas están
hechas para romperse, pero acá se rompió todo.
Te perdí. Una palabra justa, una
sonrisa a tiempo y tal vez tu voz sonaría más allá de mi cabeza. Tan lejos y
tan cerca. La distancia es un puente que se construye para volver a verse.
Extrañarse. Instantes que rebotan, se multiplican y estallan ante mis ojos.
Palabras que se van, lágrimas que vienen. Pero todo lo que pudo haber sido no
importa, no existe. Sólo quedan los recuerdos. Me quedé con los recuerdos.
Sólo.
Me perdí. De tanto buscarte me
olvidé de mí. Me descuidé, me dejé de lado y un día me vi dando vueltas sin
norte. Sin el faro me quedé sin luz. Me convertí en la sombra de la sombra, la
mueca de la máscara. La noche me castiga y me reprocha, altanera, con la
frialdad de los que nunca navegaron las turbias aguas del amor. La almohada me
contiene, con la mochila de sueños truncos en su espalda.
Perdí. Jugué todo a pleno y perdí.
Ni medias tintas ni paso a paso. A todo o nada. Pero la del héroe sólo funciona
en las películas. Acá, en el barro, el cuento termina siempre igual. El que
busca no siempre encuentra y así deambulé por espejos y ventanas, sin
reflejarme jamás. Recorrí laberintos interminables, sólo para entender que a
veces la salida es no pasar por la entrada.
Perdimos. Creíamos que jugaríamos
por siempre, que podíamos tirar de la soga y jamás se cortaría. Nos equivocamos.
Un día no se pudo jugar más, las reglas cambiaron, los jugadores dejaron de
serlo. Y para sorpresa de nadie, el juego terminó sin ganadores. No hubo
aplausos, silbidos, ni explicaciones. Sólo silencio. La ausencia se hizo reina
y desfilaron los miedos hasta el amanecer. Nadie miró pero todos lo vieron.
Tomás fumaba en silencio frente al
mar. Estaba desahuciado, sin ánimos de cantarle sus penas a su fiel compañero.
No podía quitarse imágenes de la cabeza, momentos de dicha y de tristeza, todos
imborrables. Los veía como una película, una cascada de recuerdos que se
enredaban en el aire. Repetía situaciones una y otra vez, las traía al presente
y las revivía, las cambiaba. Un esfuerzo sobrehumano por reconciliarse con su
pasado. Un absurdo, un intento desesperado por apagar el fuego eterno de la
culpa.
Era la primera vez que no podía
cantar. Sentía que era en vano. No le salía. Un pie invisible le presionaba el
pecho y lo dejaba sin aire. La veía en todos lados y en ninguno. La pensaba, se
imaginaba que la veía, que se encontraban. No había diálogos. Sin explicaciones
ni reproches. La sola presencia bastaba para la escena. Necesitaba un final.
Planeaba un comienzo.
Se debatía entre sus fantasmas
cuando buscando un cigarrillo en el bolsillo izquierdo de la campera, encontró
una piedra. Descubrió un sueño guardado, una ilusión atesorada. Inmediatamente
la recordó a ella, decidida, inquebrantable, tirando su anhelo con desenfado al
mar. Sus ojos se ahogaron y arrojó con fuerza la piedra al agua. Quería arrancársela.
Fue entonces cuando escuchó: “ojalá hayas pedido lo mismo que yo”. Sí, era
ella. Jazmín. Estaba ahí, frente a él. Final del Juego, última vuelta. Aún no
lo saben, pero ya ganaron.
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