La traición estalló por toda la habitación. El dolor invadió
el lugar y sus palabras rebotaron en las paredes. Su cabeza era un hervidero.
Ya no era el mismo, lo habían quebrado. Un extraño en su mundo, apenas una
sombra entre tantas luces de neón. Ya no podría estar allí. Pero, ¿cómo irse?
¿De qué manera arrancarse de ese lugar? Su lugar. No se es de donde se nace
sino de donde se siente. Y esa era su casa, su hogar. Pero ya no más.
Pensaba en aquel día, donde empezó todo. Casi sin quererlo,
una tarde de abril, la ruleta comenzó a girar. Y no paró más. Intentaba buscar
un indicio, algo que le marcará cómo y por qué. Pensaba en todas aquellas
decisiones mínimas, imperceptibles, que habían desencadenado este final. Osaba
imaginar escenarios alternativos, caminos diferentes para los mismos pies.
Se trataba de una empresa imposible. Las verdaderas
historias coquetean con el azar, pero están signadas por la voluntad. Pueden
desviarse más o menos, pero siempre llegan a puerto. Inevitablemente, no iba a
saberlo nunca. Con la paciencia de los vencedores, el tiempo le demostraría que
no hay razón, que nada tiene sentido. Pero no podía esperar, ya no más.
La luz cálida del rey del día lo hería, le demostraba lo
frío que estaba. Las lágrimas hacían un mar o el mar alcanzaba sus lágrimas,
pero se estaba ahogando. Se hundía el barco. Su barco. Y no había vuelta atrás.
Sólo quedaba saltar, intentar nadar a la orilla, abandonar todo aquello que era
suyo. Abandonar su lugar, su identidad. Abandonarse. Una carrera que no podía
terminar bien. No se puede correr muy lejos de uno mismo.
Ella lo llamaba desde allá, aquel lugar seguro, inerte. Él
la escuchaba pero no podía hacerle caso. Se detuvo varias veces a contemplarla.
A veces con tristeza, otras con una sonrisa indeleble. Pero no podía moverse.
Estaba seguro de que su final no estaba allí. Estaba acá. Si se iban sus
sueños, los retazos de ilusiones que había guardado por años, él se iría con
ellos.
Se acercaba el momento de la verdad. Se activaban las
alarmas, se disparaban los miedos. Las dudas correteaban por el lugar, las
certezas saltaban por la borda. Pero él seguía allí. Inmóvil. Parecía que
estaba asistiendo a ese espectáculo sin la conciencia de protagonizarlo. Quizás
le parecía irreal encontrarse finalmente con ese epílogo anunciado. Lo cierto
es que mantenía la calma. Sentía que no podía ser de otra manera. Era su
destino.
Las aguas se debatían por apoderarse de la nave. Arrollaban
todo lo que encontraban a su paso. Todo menos su fe. O tal vez era otra cosa,
pero el capitán seguía allí, al mando de su embarcación. Necesitaba creer que
su barco aguantaría la embestida. Habían pasado tantas, todas con secuelas,
cicatrices, pero las habían superado. Juntos. Y es que dicen que no hay barco
sin capitán, pero él no quería seguir siéndolo sin su nave. No podía. No sabía.
No quería.
Un final. Un comienzo. Un barco que se hunde. Un naufragio
sin fecha de vencimiento. El sol comenzaba a despedirse y no era el único. La
creciente oscuridad se apoderaba de la escena y con ella desaparecía todo. Ya
no quedaba nada para hacer, sólo contemplarla. Ella se mostraba serena pero
firme, confiada de su victoria. Él no podía dejar de mirarla. Había evitado por
años su llamado a renunciarlo todo y ahora era testigo del quiebre de su
voluntad. Estaba entregado.
Ella extendía su mano
y él se aproximaba a paso firme, con la resignación y fascinación de las almas
en pena. Cuando estaba por tomarla de la mano recordó todo lo que dejaba atrás.
Risas, llantos, sueños, logros, fracasos, cada uno de ellos a bordo de ese
barco. Mujeres, amores. Y la única. Aquel faro que guiaba sus noches de eterna
vigilia. La reina de las reinas. Ya no la vería más. Estaba a un paso de renunciar
a su vida y su pie ya estaba en el aire. Esbozó una sonrisa, soltó una lágrima
y se entregó a ella.