El plan perfecto. Un mapa detallado de cada paso a seguir.
La fórmula infalible. Por fin. Tras años de perseguir hechiceros por los
lugares más recónditos del planeta, lo había conseguido. Todo había valido la
pena. Allí estaba, con el descubrimiento de la Historia. Ya no sufriría más, el
fin de los desencuentros. A partir de ahora, empezaría a vivir la vida que
siempre quiso. Tenía en su poder, la receta secreta del amor.
Pensó en todas sus frustraciones. En cada lágrima derramada,
la foto en la mesa de luz. Ya no más. No volvería a pelear contra viento y
marea. Se rompería el maleficio. La justicia, una vez, caería para el lado de
los buenos. Imaginaba el futuro, la situación, el pergamino guardado bajo siete
llaves. Y sintió que su pecho se comprimía. Algo estaba mal. ¿Por qué? Por fin
tenía lo que había buscado de manera incansable.
La cita era en la plaza. Su plaza. Donde todo había
comenzado. A la sombra del nogal, cerca de las hamacas, pero no demasiado. Nada
podía cortar la intimidad. Qué le diría. Cómo estaría. ¿Abrazo? No, beso.
Bueno, beso y abrazo corto. Pero quería uno largo. Su cabeza era un zamba. Y se
quería bajar. Qué pavada, tenía el ancho de espadas. Iba a ganar. Se
tranquilizó, agarró la bufanda, se puso el gabán y salió.
Había esperado meses para encontrarla. Y quizás mucho más,
pero no lo sabía. No todavía. Mientras caminaba hacia ella, pensaba en la hoja
sagrada. Allí estaba la pócima mágica para no perderla. Sólo tenía que seguir
sus pasos. No hacía falta más nada. Ya nada se interpondría. Serían felices
para siempre. Con la mano en el bolsillo del abrigo, apretaba el papel, como si
fuera a evaporarse de no hacerlo.
Ella había llegado antes. Como siempre. No es que fuera muy
puntual, sino que disfrutaba la soledad. Quería estar antes también, para saber
qué sentía al verlo llegar. Hacía tiempo no lo veía. Ansiaba el encuentro, lo
necesitaba. Pero no era fácil. Nunca lo había sido. No sería esta la excepción.
Eso creía. Pero allí estaba. Y no se iba a ir. Jugaba con su pelo, con los
auriculares. Lo que encontrara, que la sacara de sus pensamientos. O la
perdiera en ellos.
Había algo en sus ojos. Un destello, un grito de guerra. Quería
estar ahí, pero no sabía por qué. Y necesitaba saber. Para apaciguar la espera
(siempre tarde él), apuró el mate. Se lamentó de no poder mojar la yerba con
agua fría, como le había enseñado. Al quinto sorbo largo, prendió un
cigarrillo. Podían faltarle razones, pero yerba y puchos, jamás. Allá lejos lo
divisó, a paso lento pero firme, avanzando hacia ella. Como siempre.
Él caminaba decidido, pero lo perturbaba la sensación de
estar en falta. Y no era el retraso. Eso era parte de su ser. No creía en los
horarios. Ni en el tiempo. Si tiene que ser, va a ser. No importaba cuándo.
Pero sí importaba cómo. Se preguntaba si debía usar la receta con ella. Su
cabeza le decía que sí, otro en su lugar lo haría sin dudarlo. El corazón, el
alma y las entrañas, le pedían que no. Así no.
La batalla en su pensar era feroz, tanto que se pasó de
largo. –Hey! A dónde vas?- le gritó ella, soltando una risa nerviosa. Su mirada
lo atravesó, su sonrisa lo embriagó. -Hola…dame que cambio la yerba- apuró él,
recuperando la alegría. La saludó de lejos, aprovechando la labor, para pensar
cómo la saludaría de verdad. Qué haría. Todo se resumía a ese momento. Y tenía
tres metros para resolver.
Llegando al cesto, sacó del bolsillo el papel, la miró una
vez más y volvió al pergamino. Estaba decidido. Esta era su chance. Y no la
perdería. No vaciló. Volvió hacia ella y la abrazó con mate y todo. –Y el
mate?- reclamó la joven, un poco para recuperar su espacio y otro poco porque,
en efecto, el muchacho había olvidado vaciarlo. –Ah…me colgué! Me distraje con
un perrito. Ahí vengo- balbuceó el quijote avergonzado. Llegó al destino con
una sonrisa indeleble y tiró la yerba, cubriendo el tan anhelado papiro, que
yacía en el fondo del tacho.